martes, 25 de marzo de 2008

Cotidiano gris mecanicista

Éste es Alejandro Maldonado, el yoga teacher


Gracias a Jorge Gustavo Portella
por los versos que tomo prestados.


Ya lo he dicho otras veces: cuando llegué a México, entre las cosas que más me impresionaron, casi al mismo nivel que los colores de la laguna de Bacalar, los volcanes imponentes y el sobrecogimiento telúrico en el Zócalo capitalino, estaban los horarios de las oficinas gubernamentales. “Esta gente vive para trabajar”, decía incrédula, acostumbrada al ocio de Cuba, sin poder explicarme qué razón de Estado, trascendental e impostergable, podría mantener a alguien en el trabajo hasta las nueve de la noche o más.
Cuando me incorporé a mi actual encargo laboral, algunos amigos cercanos se lamentaron ante la inminencia de un horario aterrador. “No te hagas eso”, me dijo una; “un creador no puede sobrevivir a un régimen así”, afirmó convencido otro. Sin embargo, a la mayoría de mis allegados les parece que no aguanto nada. Si tengo un trabajo bueno, cercano a la literatura, medianamente bien pagado, cerca de mi casa, media hora en metro sin necesidad de trasbordar… Por qué me quejo tanto, me regañan, si todo el que se dedica a la literatura o a la promoción artística en el mundo tiene que hacerlo en sus tiempos libres. Y a todos, artistas o no, especialmente a las mujeres, les toca ocuparse de las labores del hogar y su abastecimiento. Y en otros países, ni pensar en alguien que te ayude con ciertas tareas domésticas, porque es impagable o no es costumbre.
Que quién me creo…. Que cuándo he visto que alguien pueda vivir de lo que escribe… ¡Ni que fuera García Márquez! Que acabe de entender, ilusa acuariana siempre pensando en los marañones de la estancia, que escribir es un hobby y no un oficio. Que soy una chillona. Que no valoro lo que tengo. Que debo dar gracias por este trabajo, que mira cómo está la situación laboral… Y gracias por no tener que lavar platos, o limpiar casas, o cuidar viejos o enfermos. O sea, que soy una afortunada.
Pero por qué suponer que todos tenemos necesidades estándares. Por qué suponer que debo agradecer por esto, en vez de por tiempo de calidad y condiciones apropiadas para escribir una novela, concebir un libro de poesía, pensar en las hipótesis y las tesis para una investigación, por ejemplo sobre la situación de los creadores artísticos que, para subsistir con cierta “decencia”, deben de cumplir horarios de oficina y actividades insensiblemente administrativas que le ocupan, cuando menos, la mitad del día.
Porque fríamente pareciera que usted trabaja las ocho horas reglamentarias, por las que pugnó el movimiento obrero durante siglos, causa a la que entregaron su vida tantos luchadores sociales: de 10 a 3 y de 5 a 8. Ocho horas. Pero en esta ciudad, esas dos horas de comida no alcanzan para trasladarse hasta la casa ni el salario es suficiente para ir diariamente en restaurantes. El trabajador opta, entonces, por llevar sus tuppercitos y comer en la oficina, con lo cual permanece encerrado en esas cuatro paredes por 12 horas. Generalmente en un ambiente macabro y aterrador. Teniendo en cuenta que el día tiene 24 horas y usted debe dormir alrededor de ocho, le quedan para vivir sólo cuatro. Y cuatro horas es el tiempo que la mayoría de la población de esta ciudad necesita para trasladarse… ¿Esto es vida?
Si usted no me conoce lo suficiente, tal vez podría parecerle que soy una huevonamanganzona, diría mi abuela Cristina— que va cantando por la vida aquel merengue clásico:


A mí me llaman el negrito del batey
porque el trabajo para mí es un enemigo;
el trabajar yo se lo dejo todo al buey
porque el trabajo lo hizo Dios como castigo.


Pero no: cuando Carmen Varela, la periodista de Notimex, me preguntó hace unos días en qué me entretenía cuando salgo de la oficina, qué me gustaba hacer, no supe responderle. Porque con más trabajo me despejo de los rigores del trabajo. La triple jornada cae sobre mí como espada de Damocles: oficina, hogar, literatura.
“¿Esto es vida?”, me pregunto a veces cuando el ritmo me agota y la rutina me enloquece. La respuesta mayoritaria parece decir que sí. Acostumbrados o resignados, los otros levantan sus hombros en señal de indiferencia. Así vive todo el mundo, igual nos pasa a todos, ¿de qué coño me quejo? Y yo, como siempre, rebelde. Que aunque sea mal de muchos, no quiero consuelo de tontos.
¿Para qué?, me cuestiono. ¿Acaso me preparo para algo trascendental que requiere sacrificio?, ¿acaso vamos a hacernos ricos?, ¿acaso podremos jubilarnos en unos cuantos años y disfrutar todavía con salud y juventud de lo que hayamos ganado?, ¿acaso nos alcanza, cuando menos, para salir de vacaciones por más de cuatro días una vez al año? Todas las respuestas son una: no. Trabajamos como bestias, en regímenes de oprobio —como me dijo Minerva— sólo para sobrevivir el día a día. ¡No podemos resignarnos a creer que eso es normal! ¡No podemos, proletarios del mundo! ¡Uníos al menos en la lamentación! Que sepan que no estamos encantados y gloriosos. Que no se hagan los de la vista gorda como si nada pasara. Y no lo hagamos tampoco nosotros.
Rita acaba de contarme que su psicóloga le dijo que hundirse en una profunda depre es lo más normal del mundo cuando se regresa de unas vacaciones, mucho más si el asueto fue en la playa o similares lugares de fábula. Que es la lógica consecuencia de disfrutar un par de días de lo que soñamos que es la vida y regresar de un jalón a la vida real, la de todos los días. ¿Eso les parece lo más normal del mundo?, ¿es así que debemos vivir y consolarnos?
Una de esas mañanas en las que, como dice mi colega venezolano Jorge Gustavo Portella, afrontaba el desasosiego de “...no querer vestirme para ir a la calle/ a ser uno más que decidió arrojar sus alegrías/ para tintarse de cotidiano gris mecanicista”, me quedé oyendo al yogui Maldonado y pensando cómo, tal vez por su estereotipo de papito sabroso en programa dedicado a señoras lelas, no prestamos oídos a esas obviedades que dice, tan ciertas. Esa mañana afirmaba que el tiempo que pasamos haciendo cosas y tomando decisiones en contra de nosotros mismos por tratar de agradar a los demás o buscar su aprobación, es tiempo perdido para siempre, no recuperable.
Yo no quiero darme cuenta un mal día, ya demasiado tarde, de que he desperdiciado el tiempo de mi vida. Y siento que lo estoy desperdiciando. ¿Qué podemos hacer en estos casos, teacher Maldonado?

martes, 18 de marzo de 2008

Los años del hambre

San Carlos de la Cabaña es la sede actual de la
Feria Internacional del Libro de La Habana



Cuando escribí la reseña de las Escenas para turistas de Jacqueline Herranz-Brooke, dije algo que no es secreto para ningún cubano: el hambre fue la marca indeleble de los primeros noventa, cuando andábamos como autómatas, siempre con el estómago vacío. Marca y recuerdo a los que, como buenos masoquistas, volvemos casi cada vez que tenemos delante un plato lleno.
En una de esas tardes en que Orlando y yo comemos, como presidiarios, nuestras comiditas recalentadas en recipientes plásticos, encerrados en las oficinas del CILU (Centro de Información del Libro Universitario), nuestra común amiga Susana, mexicana, curiosa por tan molesta insistencia en ese tema, nos preguntó a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de los años del hambre. “¿Qué comían?”, indagó, y le conté del huerfanito té negro con mucha azúcar en el desayuno y la cena. “¡Té negro!, ¡cuánta suerte!”, exclamó Orlandito, “en mi casa se hacía una olla de tisana con cuanta yerba encontrábamos en el patio y era lo único que se tomaba en la noche”.
Y rememorábamos, ahora en son de chiste, los bisteces de toronja, el picadillo de cáscara de plátano, los emparedados de frazada de piso. Que parecieran mitos, leyendas urbanas, pero no lo fueron: yo misma pelé toronjas para empanizarlas y herví cáscaras de plátano para aplastarla y mezclar con puré de tomate. Y el mismísimo Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, publicó la noticia de los vivales detenidos en la terminal de ómnibus de La Habana vendiendo panes rellenos con colchas de limpiar pisos remojadas en vinagre y desmenuzadas hasta lograr la consistencia de la carne frita.
Hace unos días, mi madre le contaba al primo de Miami que se puso tan flaca entonces, que las amistades, temiendo lo peor, le consiguieron una cita con un médico muy prestigiado en Santiago de Cuba. El doctor la reconoció, le mandó análisis de todo tipo y finalmente, dio su diagnóstico: usted está acostumbrada a comer frituras de malanga, le dijo, y ahora no las puede hacer porque no hay aceite; está acostumbrada a su arroz con leche, a su flancito, a su natilla, y ahora no hay leche… Lo que tiene es DA, o sea, déficit alimenticio. Al llegar a la casa, la vieja le dijo a mi papá, que la esperaba preocupado: “con palabras muy finas, el doctor me dijo que lo que tengo es hambre”.
Le contaba a mi primo que lo único que cenaban en aquellos años del período especial era un platanito fongo hervido cada uno y medio pan, porque si se lo comían entero, no tendrían qué desayunar al otro día (la cuota diaria establecida es de un pancito redondo, de unos ocho centímetros de diámetro, por persona registrada en la libreta de abastecimiento). Que si tenían la suerte de conseguir un poquito de leche en polvo, hacían un café con leche aguadito, para que durara más. Y que el 31 de diciembre del año 95, la cena de Noche Vieja fueron unas yucas hervidas y un vaso de jugo de naranja.
Mientras la oía, volvió a mi recuerdo una de las escenas más deprimentes y vergonzosas que haya visto: dos grandes amigos, funcionarios nacionales de cultura y escritores reconocidos, con varios libros publicados y premios, rebuscaban, como menesterosos, en las cajitas desechadas del almuerzo en la Casa del Joven Creador, restos de comida que llevarse para cenar. Un huesito de pollo era la gloria, aunque ya lo hubiera chupado otro, porque con él podrían hacer una sopa. Y me acordé de la costilla de puerco que tuve por años en el congelador: se la echaba a cada potaje que hacía, luego la sacaba del guiso ya cocido y volvía a guardarla en el refrigerador hasta el próximo potaje. Así tenían al menos, eso creíamos, una cierta ilusión de sabor.
Sin embargo, la del estómago no era la única que padecíamos: teníamos un hambre insaciable de conocer, de actualizarnos, de entender cómo era el mundo, de imbricarnos en él. Éramos como aquel programa infantil de la televisión cubana que se llamaba ¡Quiero saberlo todo! Por eso recibíamos a los extranjeros con sed de isleños, como aztecas creyendo ver a Quetzalcóatl. Porque ellos conocían el orbe y podían contarnos las cosas que pasaban allá afuera. Y si eran mentiras, qué importaba... serían otras mentiras.
Por eso nos pasábamos, escondidos en las bolsas o forrados con papel periódico, los libros prohibidos que esos extranjeros nos dejaban como obsequio. Porque en Cuba, la isla de los libros, miles de ellos estaban indexados. Y cuando a uno le prohíben algo, es lo que más quiere, aunque sean las canciones —todas prohibidas— de Roberto Carlos, Julio Iglesias o Feliciano; del Puma, Nelson Ned u Oscar de León. Mucho más si eran las novelas de Vargas Llosa o Milán Kundera, los libros de Nietzsche, Sastre, Camus o Simone de Beauvoir. O aquel donde aparecía la foto original de Carlos Franqui junto a la plana mayor del Ejército Rebelde, que el gobierno revolucionario, mil décadas antes de que existiera Photoshop, había fotochopeado —vaya usted a saber cómo— pretendiendo borrar de la historia al ex combatiente traidor.
¿Por qué estaban prohibidos esos autores y cantantes? Por ser nihilistas o existencialistas; por practicar cualquier otra filosofía distinta al marxismo leninismo; por haber firmado algún manifiesto reclamando algo seguramente justo o apoyando alguna causa molesta para la Revolución; por hablar en contra, pensar acerca de o juzgar a alguna tiranía, fuera cual fuera, o a la nuestra en particular; por creer en Dios o mencionarlo con demasiada frecuencia… por cualquier cosa. Todo pretexto era bueno. Si bien las librerías estaban llenas de los clásicos, incluidos los estadounidenses, la literatura contemporánea brillaba por su ausencia. Ahora, con más maldad de mundo, me pregunto si ello no se debería a la imposibilidad del pago de derechos de autor que exigirían esos artistas vivos, y que era de dominio público en el caso de los clásicos. Pero, claro, las verdades y las claridades nunca han sido la especialidad de la casa.
De cualquier modo, no sólo los ajenos fueron sometidos a esos gardeos. Por décadas no se publicó ni se habló siquiera de Lezama Lima o Virgilio Piñera, que allí vivían. Ni después que se fueron se volvió a mencionar a Cabrera Infante, Gastón Baquero o Benítez Rojo. Todos fueron borrados de los planes de estudio, incluso (e inexplicablemente) de especializaciones como la que tomé en la universidad: literatura cubana. Cuando me quedé en México, el panorama literario que se abrió ante mis ojos era el doble o el triple de lo que concebía.
Lo mismo sucedió con Celia Cruz y la Sonora Matancera, Meme Solís u Olga Guillot. Ni qué decir de Gloria Estefan y su marido, el morito santiaguero. O de los idos cuando el Mariel o después. Yo no supe que La Lupe era cubana hasta hace unos pocos años; mi madre, que es una ávida lectora, me preguntó hace nada quién era Reinaldo Arenas. A Celia la oí por primera vez ya en los noventa, en el apartamento de un amigo que antes de encender el tocadiscos, muy bajito, se cercioró de haber cerrado a cal y canto todas las posibles rendijas por las que pudiera salirse la música y delatar a los vecinos el delito que estábamos cometiendo. Y en el camino, prohibieron Fresa y chocolate, que acaba de estrenarse “oficialmente” en Cuba hace unos meses, o Alicia en el pueblo de Maravillas, que sacaron de circulación comercial en cuanto fue estrenada.
Pero —es justo decirlo— la Revolución nos dio la noción de la importancia capital de la cultura y el saber. Y nosotros, sus primeros hijos, teníamos —y aún lo conservamos— un voraz apetito. Irrumpíamos como hordas en las ferias del libro —entonces en el Palacio de las Convenciones— y salíamos de allí con las mochilas llenas, la mayoría sustraídos subrepticiamente. Supongo que las editoriales saben que a Cuba se va de simple expositor o a dejarse robar, porque un cubano no tiene ingresos para comprar a los excesivos precios de librería de cualquier parte del mundo, y para las editoriales no es negocio ofrecer a menor costo.
Lo cierto es que era una fiesta hojear y ojear todos aquellos ejemplares bellísimos, coloridos, con portadas duras y brillantes, hermoso papel en interiores y aquellas letras enormes. Alfaguara, Anagrama, Bruguera, Seix Barral, Tusquets… todas esas editoriales de ensueño, que nunca habíamos visto porque en las librerías cubanas —antes de que abrieran las que expenden en dólares— sólo se vendía la producción nacional.
Con sed, con hambre, exprimo estos recuerdos justo en la santa semana de los ayunos y los desayunos.

jueves, 13 de marzo de 2008

El Parque de fiesta

Ayer en Puebla, al recibir mi primer premio del concurso
de cuento Mujeres en vida, junto a las otras premiadas y a
funcionarios de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla



Además de los galardones propios, tres alegres noticias han venido a congratularme en los días recientes: Germán Guerra ha ganado el 2007 Florida Book Awards por su poemario Libro de silencio, a Ediciones Vigía le entregarán en París la International Star for Leadership in Quality que otorga Business Initiative Directions (BID) y Antonio Orlando Rodríguez obtuvo el Premio Alfaguara de Novela.
Muchas felicidades a Germán, a Toni, a los amigos de EntreRíos y a los de Vigía. Merecidísimos reconocimientos.

martes, 11 de marzo de 2008

Guantánamo

Calle Pedro A. Pérez, Guantánamo, Cuba


A mi hermana Ena,
a la Marlencita en su cumpleaños quinicientos



Aquella noche de mayo bailábamos las canciones de Emmanuel con los amigos de Isel. Durmiendo vivir durmiendo, soñando vivir soñando… Era la celebración de cumpleaños de la anfitriona. Sólo las luces de la calle alumbraban la salita. Pero este terco corazón no te olvida no te olvida, aunque le busque un nuevo amor cada día cada día… ¿Qué año era, Marlen?, ¿83, 84? Fue la primera vez que fui Guantánamo sin imaginarme que sería la primera de muchas. La casa de Isel… tan parecida a la de mis abuelos, con las ventanas de las habitaciones abriéndose al patio estrecho y sembrado de macetas; el cuarto con dos camitas, como las de mi papá y mi tío Pepín.
Unos pocos años después, Anielka nos despedía con cara de pocos amigos en el portalito de Luz Caballero, y Ena, Ileana Matos y yo íbamos a sentarnos en los bancos amarillos del parque central una tarde calurosa, como todas las tardes de Guantánamo. Esa noche se inauguraría la Casa del Joven Creador y acabábamos de supervisar los últimos detalles del montaje de una exposición de Arquímedes Duvergel —¿era de Arquímedes o ya estoy inventando?— y de escuchar el ensayo en que Topete cantaba que no, que no, que el pensamiento no puede tomar asiento, que el pensamiento es estar siempre de paso, de paso, de paso… que nooo.
Antes o después, ya no lo sé, soy parte del jurado del encuentro provincial de talleres literarios junto a Minerva Salado y a Pequeño, y voy en una guagua hasta las salinas de Caimanera, deslumbrantes al sol del mediodía, pero no nos permiten la entrada a la base naval, que era el destino final de la visita. Y otra tarde como ésas, entro en la oficina de Ena en la biblioteca provincial y allí están los ojazos de Dinorah, tan niña. Al salir, cruzan la calle Carralero y Rebeca Ulloa, que vienen del Centro Boti. O estamos muy posesionados Alfredo Quintana y yo de la mesa principal en aquella salita en la que Lemus y Muñoa, entonces recién nacido —así piensa una criatura de 22 años de otra menor—, competían por el premio provincial de poesía.
Y de pronto se yuxtaponen mil imágenes: el portal de los Piñeiro y Mireya con sus modales finos, pausados, la voz baja de persona educadísima, de las pocas que quedan; una velada literaria en Baracoa, con Augusto de la Torre, Marlene Londres y de nuevo Pequeño; Maribel Guilarte en el aeropuerto de la villa primada; Pompa y Rissel haciendo la revista El Mar y la Montaña; el patio de Beneficencia, con un radio que grita en tiempo de carnaval: Mami, qué será lo que quiere el negro… y el primer cuarto que da a la calle, luminoso, tan parecido al de mi propia casa.
Hablando de cuartos, no recuerdo aire acondicionado más helado que el del Hotel Guantánamo cuando Ana Luz García Calzada me invitó a evaluar los cuentos participantes en quién sabe qué concurso, uno de tantos. Qué afán de pingüino el de los cubanos… Aquello parecía Alaska. Leía los textos envuelta en la colcha, tiritando, sacando de la cobija sólo la mano que sostenía las hojas mecanografiadas (que entonces la computadora sólo era un artefacto de ciencia ficción del que hablaban quienes viajaban al extranjero). ¿No hubiera sido más agradable y más cómodo que bajara un poco la temperatura?... ¡No! Nada como la ilusión del congelamiento para un tórrido ser tropical…
La noche en que anunciamos finalmente a los premiados, nos reunimos los jurados en la piscina del hotel a tomarnos unas cervecitas bien frías y conversar, entre otros mil temas, del impacto que implicaba para la sociedad cubana de aquellos finales de los ochenta el hecho de que la era Gorbachov convirtiera a la URSS, a la que siempre nos habían obligado a ver como madre límpida, ejemplo puro a seguir, en una puta malnacida y traicionera de la que había que renegar y esconder, al punto, por ejemplo, de sacar de la circulación las poquísimas revistas extranjeras que se distribuían en la isla: Novedades de Moscú, Tiempo Nuevo, Unión Soviética y Sputnik.
Ahora que esto escribo, Ena me cuenta que le prohibieron seguir colaborando en Venceremos, el periódico de Guantánamo, por haberse negado a respaldar un documento —de aquellos orientados por el DOR del Partido para justificar decisiones ya tomadas— que solicitaba la retirada de todas las revistas rusas, especialmente Novedades de Moscú, la más intelectual —y, por supuesto, tóxica—, a esas alturas muy permeada de la glasnost y la perestroika. Como rompió el papelito mimeografiado que debía firmar, una de sus compañeras de la biblioteca recogió los pedazos y los entregó al PCC provincial, adonde fue citada inmediatamente. Su respuesta de que ningún medio de información, por nocivo que fuera, debía retirarse del mercado, le valió la destitución de todos sus cargos, entre ellos el de coordinadora provincial de investigaciones culturales, y el hostigamiento policial posterior, que no menguó hasta su salida de Cuba.
Pienso en el Hotel Guantánamo y nos veo a Orlando y a mí sentados en el lobby, esperando que hubiera habitaciones disponibles, después de que, para poder pasar dos días alojados allí, nos presentamos como importantes funcionarios nacionales que íbamos a realizar una inspección urgente e impostergable (cosa lógicamente increíble en fin de semana y sin “reservación oficial”). Y vuelvo a vernos regresando a Santiago, domingo en la tarde, apiñados en un camión con dos millones de gentes y de paquetes que no cabían entre las cuatro filas de bancos adaptados como asientos, sin saber cómo acomodar las nalgas —flacas ya por esos tiempos pre-periodo especial— en aquellas tablas duras para aguantar el tiempo que faltaba de saltos y baches en la carretera. “Todo en este país es eterno”, protestaba Vicky, “Baraguá, el verano, este viaje…”
Y como las embajadas en el extranjero, también era Guantánamo el apartamentito de Playa donde ella desplegaba sus faldas y Michael de cuatro años bailaba “Toda la vida” de una balletística manera que a su madre le hacía sospechar que el niño iba a ser pájaro, cuando el plumífero era en realidad Emmanuel. Y gracias que entonces no existía el Chikili-cutre,* que si no, capaz que el pobre acababa en una “escuela diferenciada” sometido a toda clase de tests psicométricos. Allí conocí a Germán, joven y barbado, cuando todavía no trabajaba en la Biblioteca Nacional ni pensaba irse a Miami, y allí llegó la descuidada lengua de Juan Carlos Zamora con el chisme.
Mi arrogancia santiaguera me hizo pensar muchas veces en Guantánamo con injusto desdén. Pero lo cierto es que de las tierras del Guaso son buena parte de mis amigos más queridos, los que aún conservo. Allí pasé momentos gratos, me enamoré, merendé en aquel local pintado de rojo cuando todavía en la ciudad había heladerías y en las heladerías, helado. Y tomé mucho ron con Ena y nos hicimos hermanas hasta el día de hoy y ad infinitum.
“Qué lejos estamos”, pienso con nostalgia… Y a punto estoy de entristecerme, cuando reparo en que con lo único que no pudo aquel viejito de la barba cuyo nombre no menciono, fue con la internet. Tuvo la genialidad de dispersarnos por el mundo, divididos, como una diáspora, pero no contó con que los gringos, sus supuestos enemigos —realmente sus mejores aliados, quienes lo mantuvieron en el poder por casi medio siglo—, inventaran una supercarretera virtual, colgada de la nada, que nos mantiene más unidos que nunca, a la vuelta de un email.


__________

* Rodolfo Chikiliquatre, personaje farsesco, como payasito de animación de cumpleaños infantil o de fiesta de disfraces chafa, que acaba de ser electo, por democrática votación popular, representante de España al próximo festival de Eurovisión con una ¿canción? titulada Baila el chiki chiki, que usted no debe perderse porque tal vez llegue, como yo, a la conclusión de que "La Macarena" y el "Aserejé" eran obras maestras.

martes, 4 de marzo de 2008

Por el gusto de querer

Con Belkys Arredondo y Jennie Carrasco
en la FIL del Palacio de Minería



A esas queridas amigas que me flanquean en la foto y que me acompañaron durante el fin de semana pasado en la muestra de escritoras latinoamericanas que coordino cada año en el marco de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería —a título absolutamente personal y sin más patrocinio que el apoyo invaluable de Fernando Macotela, entrañable amigo y director del cónclave, y de su excelente equipo de trabajo—; a esas amigas, les decía, las conocí en octubre de 2006 en el festival de poesía organizado por la Fundación Poetas de El Salvador en la capital del llamado enanito de América.
Sin embargo, todo (re)comenzó realmente la tarde del 19 de octubre de 2005 cuando llegué a Tegucigalpa para asistir al XV Congreso Anual de la Asociación Internacional de Literatura Femenina Hispánica. A la salida del pequeño aeropuerto en obras, junto a un cartel de Juanes anunciando Pepsi, había otro, menos espectacular, que decía: “La política sí es asunto de mujeres. Es nuestro derecho”. En ese mismo instante supe que allí todo sería distinto a lo que imaginaba. Y no me equivoqué. A partir de entonces, Centroamérica ha sido un camino de retorno hacia mí misma, que llevaba años siendo un alma en pena de la literatura, un ánima sola y perdida en la gran ciudad de México.
Centroamérica es mucho más cercana a Cuba que el altiplano azteca. La noche en el centro de Tegucigalpa es como la bulliciosa y volcada a la calle de un barrio habanero o santiaguero. En la nicaragüense Matagalpa, una velada sabatina en el Centro Cultural Guanuca me regresó a las peñas cubanas de los ochenta, con poesía, trova, música latinoamericana y un barcito en la esquina del patio, y en San Salvador, el ensamble vocal del Cuarteto Radio Clásica me trasladó a Santiago de Cuba y su tradición coral. En el mercado de artesanías de Masaya, una vendedora de collares de semillas me detuvo para leerles en voz alta a sus vecinas de puesto el poema impreso en la espalda de mi camiseta, cosa prácticamente impensable en México, al menos en la capital, como impensable es una taquería que, como los salvadoreños Tacos de Paco, es peña cultural, tiene una librería y había realizado en su patio 198 miércoles de poesía consecutivos.
Allí precisamente conocí a Belkys y Jennie. No era la primera vez que estaba en San Salvador, sólo que en las anteriores no había salido del aeropuerto. Desde los vidrios del largo pasillo veía la brillante vegetación y me decía: “algún día estaré allá”. Cuando me hallé por fin del lado del calor y el verde, iba con Belkys y otros poetas en la camioneta que recorría, ligera, los kilómetros que nos separaban de la ciudad. Acabábamos de conocernos y sin embargo, ya parecíamos hermanos de toda la vida. En mi cabeza, sonaba aquella vieja canción de Silvio: “El tiempo está a favor de los pequeños/ de los desnudos, de los olvidados./ El tiempo está a favor de buenos sueños/ y se pronuncia a golpes apurados”…
Uno de esos buenos sueños es éste que he emprendido con quijotesco empeño desde hace dos años: traer a la ciudad de México, en el marco que nos ofrece la FIL del Palacio de Minería, a un puñado de escritoras hispanoamericanas que nos compartan sus creaciones y dejen su impronta entre nosotros. El año pasado estuvieron mis paisanas Sonia Rivera Valdés, Minerva Salado y Jacqueline Herranz Brooke; las españolas Paquita Suárez Coalla y Fátima Rodríguez; la puertorriqueña Marithelma Costa, la dominicana Chiqui Vicioso, la hondureña Patricia Toledo, la anglo-nicaragüense Helen Dixon y la argentina Margarita Drago. En la edición de este año me acompañaron la venezolana Belkys Arredondo Olivo, la ecuatoriana Jennie Carrasco, la cubana Maricel Mayor Marsán y las mexicanas Eve Gil, Rose Mary Salum, Rosamaría Roffiel, Olivia Félix, Artemisa Téllez y María Elena Olivera.
¿Por qué lo hago? Porque creo con firmeza que las mujeres —tradicionalmente segregadas, marginadas de los circuitos culturales, siempre en número menor— tenemos no sólo derecho a hacernos oír, sino que es imprescindible dar al traste con los patrones impostados hasta ahora desde el poder patriarcal de que una escritora es una señora muy fina, con mascada de seda y peinado de salón, que “compone” versitos de amor o novelas románticas, y con esa concesión caritativa de permitirnos de vez en cuando, de preferencia cuando no subvirtamos lo establecido, algunos espacios y oportunidades. Como para que no nos quejemos. Como para hacernos callar.
Cierto tipo de escritores, muy especialmente las mujeres, tenemos un compromiso con la literatura —como con todo— que va más allá del simple acto de escribir, entregar a las prensas y cobrar. Trabajamos no para que nos lea, con arrogante vanagloria y presunción, un selecto grupo de iniciados, sino para entregar una enseñanza, compartir una inquietud, advertir, denunciar, rescatar, revalorar, reivindicar una voz otra. Tenemos un afán, incluso “moraléjico”, de transmitir, de comunicar, de compartir. Si algunos de esos muchachos jóvenes o ese público general que nos escuchó el fin de semana en Minería, que sonreía con algunos versos y se acongojaba con otros, que se identificaba con el discurso poético o narrativo de las participantes; si algunos de ellos recuerda con posterioridad esas lecturas; si —mucho más— conmovido por la impresión compra y lee un libro —aunque no sea nuestro—, una buena parte de esa misión se habrá cumplido.
Sobre esa base debemos concebirnos, trazar planes, evaluar resultados. Nuestro cielo, le decía a Jennie hace unos días, no es el cielo de los consagrados; nuestros ámbitos y referencias son otros. Compararnos con las vacas sagradas, que tienen tras de sí todo el aplastante mecanismo publicitario de las trasnacionales del libro, es un acto de lesa humanidad. Nuestras redes son menos aparatosas, más domésticas, más íntimas, más de amigas tendiéndonos las manos y sentándonos a leernos nuestras propias letras, entendiéndonos entre nosotras, que no somos menos ni tenemos poco público, como quisieran hacernos creer. Debemos entonces abrir caminos propios por los que avanzar y hacernos ver. Esos caminos, que ojalá sean pronto grandes alamedas, son los que estamos empezando a andar con paso firme. Juntas.
Por eso leí públicamente los poemas de la hondureña Patricia Toledo y de la salvadoreña Sandra Marisol Aguilar. Porque me parece una injusticia insostenible que el dinero, esa noción impuesta y perniciosa, determine qué podemos hacer y qué no, adónde podemos ir y cuándo no. Así, las limitaciones pecuniarias no consiguieron impedir su presencia, aunque fuera de este modo —faltando ellas, cuál mejor que la exposición de sus obras—, en los recitales a los que las había invitado.
Si alguien me preguntara por qué, como si no me bastaran las tensiones propias de la vida cotidiana, le robo horas a mi descanso y tranquilidad a mis sueños para embarcarme cada año en un proyecto como éste, echándome encima esta responsabilidad —desdeñada por algunos, ignorada a conciencia por otros—, le respondería: Por el gusto de querer. Entendido ese querer en el sentido de lo que se desea y también de lo que se ama. No existe mayor retribución que compartir con las amigas —admiradas colegas— aunque sea esos tres días de convivencia inteligente y creativa, presentárselas al público mexicano y ver a la audiencia disfrutar sus textos, conmoverse, acercarse a la creación. Si algún nacionalista trasnochado se saliera con aquello de “si ni siquiera conocemos a los nuestros, qué sentido tiene estarnos fijando en los extraños”, sería porque no sabe que nosotros somos todos. Porque la literatura es una, como uno es el ser humano, y al acercarnos a éstos, entraremos en comunión con los demás.
Hoy soy una mujer feliz y satisfecha. Por eso, gracias una vez más a Fernando y a los muchachos de la Feria, por ayudarnos a hacer realidad este proyecto un año más. Gracias a mis amigas, incluidas Patty y Marisol, por haber aceptado acompañarme. Gracias a la literatura, por darle sentido a esta vida que se pudriría si dependiera sólo de la sórdida aridez del lugar donde vivo y laboro cada día.